Siempre fui medio hippie
y pensaba que se debe vivir con amor y paz, hasta que Dios me dio la dicha de
tener suegra.
Y es que a ellas
les debemos conocer a nuestra pareja, pero además tampoco las podemos escoger,
vienen como una configuración predeterminada y no se puede cambiar, por lo
tanto como parte del paquete, nos toca aceptarlas. Adicionalmente no conocen los términos medios:
o son unos ángeles o son unas brujas, no hay más. Tampoco se puede competir con
ellas sin que quedemos como los malos del paseo, aunque en realidad no pretendo
competir con la mía, sí espero llevar la fiesta con alegría, cosa que resulta prácticamente
inconcebible cuando le envío la paloma de la paz y me la devuelve degollada.
Se dé buena tinta y
primera mano que hay suegras divinas (ya que mis anteriores suegras eran un
amor), pero ahora no he sido tan afortunada, esta vez me tocó la guinda del
pastel con mi suegra: siempre me falta un centavo para el peso, nunca hay nada
bien, siempre tiene que opinar al respecto por pequeña que sea la decisión que
tome y para rematar el popurrí de alabanzas es más falsa que una moneda de
cuero.
La conclusión es
que por mucho que me incomode y me incordie por momentos, cuando acepté a mi
pareja, por defecto acepte a su señora madre, es una ecuación sin solución en
la que la incógnita tendrá que continuar sin despejar, esto porque nunca
entenderé que le hice a ella (aparte de irme a vivir con su hijo) para que no
me soporte, aunque la verdad sea dicha: yo tampoco me la aguanto.
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