Reza la historia que un día, al
despuntar el alba, en medio del verde prado y rodeados de grandes árboles se
encontraron un hombre y una mujer. El hombre tenía un cuerpo hermoso, tez
blanca, labios dulces, de una apariencia fría pero tranquila, sereno como el
agua de un estanque y a la vez recio como la tempestad en altamar. Fue ese, uno
de esos días cálidos y apacibles que no suelen repetirse a menudo. Fue aquel,
el justo instante en el cual sin darse cuenta se tejieron sus almas.
Crecio el amor más grande que se haya
visto, algunas veces dulces y otras veces amargo. Lágrimas de sangre rodaron
por sus mejillas en más de una ocasión, hubo noche largas de tristeza y
melancolía; noches que se borraban con caricias bajo la luna, besos bajo las
cobijas y sus cuerpos unidos al amanecer.
Abrieron puertas jamás abiertas, dieron
pasos insospechados y caminaron por senderos normalmente no transitados.
Se tenían el uno al otro: en medio de
los problemas, entre espinos y rosas, entre nubes y estrellas, en los días sin
sombra, en las noches sin luna. Fue una amor enorme y fuerte, pero ¿quién no
aguanta improperios a sabiendas de que al final de ellos habrá un par de besos
de quien se ama?
¿Quién no daría la vida por un beso que
se da no solo con el cuerpo, sino también con el corazón y el alma?
¿Quién no ha soñado con el amor
verdadero?
Ratch Kendel
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